Pasadas las elecciones del año 2000, el nuevo presidente Hipólito Mejía, que se había comprometido con el Comité Dominicano de Solidaridad Internacional con Haití, del que fui uno de sus fundadores, a darle prioridad a la legislación de migración, permitió que sectores perredeístas que se autodefinen como liberales, retrasaran y enredaran el proceso de discusión y aprobación.
Esos sectores, encabezados por la entonces vicepresidenta Milagros Ortiz Bosch y el canciller Hugo Tolentino Dipp, satanizaron el proyecto de ley y lograron que fuera retirado del Congreso. Era cierto que el proyecto elaborado con la asesoría de la OIM había sido modificado para establecer una cláusula inaceptable, que exigía que para recibir asistencia hospitalaria de emergencia debía contarse con un estatus migratorio legal.
Esa controversial propuesta buscaba combatir el tráfico de personas con fines médicos, pero resultaba contraproducente y odiosa: los sistemas sanitarios siempre deben estar abiertos, ya que sólo así pueden desempeñar cabalmente su función de detección y monitoreo de enfermedades. Sin embargo, esa inclusión sirvió para que se descalificara todas las propuestas que en general eran válidas y perentorias.
En realidad, lo que se quería era preparar otro proyecto muy distinto. La Secretaría de Relaciones Exteriores encomendó la tarea de redactar ese nuevo proyecto de ley a un grupo de distinguidos profesionales y académicos, vinculados a los grupos de la sociedad civil con posiciones muy favorables a la migración haitiana.
Mi condiscípula, la abogada Carmen Amelia Cedeño de Caroit, y los notables investigadores Wilfredo Lozano y Frank Báez Everst, este último fallecido recientemente, fueron contratados para elaborar ese nuevo proyecto. Lo correcto hubiera sido que se trabajara en las comisiones del Congreso a partir de la propuesta existente, para mejorarla procurando consensos, suprimiendo o enmendando lo que fuera preciso.
Así lo advertimos a legisladores y funcionarios del gobierno perredeístas. Pero se quiso empezar de nuevo.
Antes de un año estaba listo ese ante-proyecto de ley, lo que representó mayor dilación. Sin embargo, no fue remitido por el presidente Mejía como correspondía, sino introducido por senadores.
La propuesta era tan abierta en favor de la inmigración, que se atrevió a proponer el absurdo de que toda medida de repatriación o expulsión migratoria fuera sometida al control de los tribunales ordinarios, con apelación y casación incluidas. Semejante enfoque de gestión migratoria resultaba impracticable ya que inutilizaría el sistema judicial, y en los hechos nos dejaría sin política migratoria.
La reacción no se hizo esperar: los ciudadanos agrupados en diversos movimientos que abogaban por una política de migración efectiva y rigurosa se apersonaron al Senado. Acompañé a Armando Armenteros, Juan Miguel Castillo Pantaleón, Cristina Aguíar, Oscar Padilla Medrano, Ramón A. Blanco Fernández, Consuelo Despradel, Víctor Gómez Bergés, a una tournee por la Cámara Alta, que estaba dominada ampliamente por el PRD. Don Angel Miolán y Williams Jana, así como Pedro Manuel Casals, asesor del Senado, habían ayudado en la coordinación.
Debo reconocer que todos los Senadores visitados estuvieron de acuerdo en que la propuesta era impresentable e indefendible.
El Instituto de Generales y Almirantes formó una comisión de acompañamiento. Unos días después se nos informó que sería retirada y reformulada. En efecto, luego de unas semanas recibí una llamada de la doctora Cedeño Cedano, quien me explicó que el canciller Hugo Tolentino Dipp quería que se conformara una comisión amplia y plural para que se trabajara en un texto unificado.
Con gusto asumí la propuesta junto al senador Dagoberto Rodriguez Adames, porque siempre he entendido que estos temas deben ser tratados con políticas de Estado.
En los hechos, no resultó fácil integrar la comisión. Desde la Cancillería tenían reservas sobre algunos candidatos del sector nacionalista que propusimos, ya que los consideraban radicales poco apropiados para avanzar hacia un acuerdo, a pesar de ser grandes conocedores de la materia. Aunque no me gustaba esa actitud, que estimaba excluyente y predispuesta, era poco lo que podía hacerse.
Sin embargo, el grupo que finalmente se conforma era notable y muy apropiado a los fines. Tenía pocos juristas y sí muchos cientistas sociales: Carlos Dore, Alejandro González Pons, Plinio Hubiera, Eduardo García Michel, Wilfredo Lozano, Franz Baez Everts, Carmen Amelia Cedeño, el Senador Rodríguez Adames, y quien ésto escribe. Traté de que fuera integrado por el embajador Guerrero Pou, ya que era el embajador encargado de Asunto Haitianos; pero a pesar de que era lo más institucional, las relaciones del equipo del canciller con él no eran las mejores y rechazaron su participación.
Esa circunstancia después repercutiría en la suerte de los trabajos, cuando fue designado subsecretario en la gestión del canciller Frank Guerrero Prats. Al cabo de unos meses, con dos o tres reuniones por semana, habíamos logrado muchos puntos de acuerdo, que fueron plasmados en el proyecto.
Pero se produjo un giro inesperado: la renuncia del canciller Tolentino, con motivo de sus desacuerdos con el presidente Mejía, tanto por la implicación con el envío de soldados dominicanos al conflicto de Irak como por la aventura reeleccionista, tornaría muy inciertos los resultados de los trabajos que se desarrollaban.