Así un observador del amargo y desventurado país que hoy somos no lo crea, Venezuela fue un día feliz, sus habitantes eran orgullosos, sus políticos llamaban la atención por corajudos y sus militares eran honestos, valientes y patriotas.
Aunque usted no lo crea, nadie debía esforzarse por convencer a sus conciudadanos de presentarse a depositar su voto. En 1963, cuando cinco años después de salir de la dictadura del general Pérez Jiménez con la insurgencia de un pueblo verdaderamente amante de la libertad se realizaron por segunda vez las elecciones presidenciales en democracia –nunca amañadas, nunca falsificadas y nunca arrebatadas a un venezolano por un agente extranjero– la participación popular alcanzó 93%. A pesar de que comunistas y miristas habían llamado a abstenerse y habían intentado boicotearlas con el respaldo en dinero y toneladas de armas de la tiranía cubana.
Ya por entonces el odio de las tiranías al profundo espíritu libertario de nuestro pueblo y su orgullosa élite política había intentado asesinar a nuestro presidente y alebrestar los cuarteles. Las calles de Barcelona y de Puerto Cabello habían visto derramarse la sangre de nuestros soldados por la traición de quienes habían sido seducidos por el mensaje disociador del marxismo-leninismo para terminar entregados en brazos del castrismo.
Fuimos el único país latinoamericano odiado mortalmente por Fidel Castro desde el nacimiento mismo de su revolución. A pesar de la ayuda en dinero y en armas con que los demócratas venezolanos aportaran a la lucha de liberación de su pueblo contra la dictadura batistiana. Y los brazos abiertos con que recibiéramos a Castro a pocos días de su triunfante entrada en La Habana. Fuimos el único país invadido por soldados cubanos en odioso contubernio con ciudadanos venezolanos dispuestos a sacrificar nuestra soberanía para rendirse a la tiranía cubana.
Este 8 de mayo se cumplen 48 años de la invasión a nuestro país por un grupo de militares cubanos con guerrilleros venezolanos, entrenados personalmente, armados y financiados por Fidel Castro en territorio cubano con el fin de sumarse a un amplio movimiento insurreccional, ya reforzado por otro comando de militares cubanos que invadieran nuestra patria por las costas de Falcón un año antes, y asaltar el poder en un poderoso movimiento armado que pretendía repetir los hechos de la guerra cubana y el asalto al poder que terminara en el triunfo de las tropas de Fidel Castro y el Che Guevara. Por cierto, en esa primera avanzada invasora el mando del comando estaba a cargo del comandante Arnaldo Ochoa Sánchez, el futuro héroe de Ogadén fusilado por Castro junto a Tony de la Guardia el 13 de julio de 1989.
El fracaso de ambos desembarcos y la derrota en el terreno bélico y político fue tan determinante que esos invasores debieron retirarse con la cola entre las piernas, enfermos, humillados y vencidos. Y sus aliados nativos dejar las armas sin gloria ni majestad. Héroes en su patria y en otros campos de batalla, esos comandantes cubanos fueron aplastados en nuestro suelo de manera inclemente por unas fuerzas armadas decididas a defender nuestra soberanía con el fervor de su espíritu y el valor de su sangre. Los invasores no se destacaron en un solo hecho de guerra. No hicieron más que cometer crímenes y asesinatos a mansalva. Aumentando así el odio y el rencor de quien no perseguía otro propósito que apoderarse de nuestro petróleo y utilizar nuestro territorio como plataforma para sus delirios expansionistas y sus trasnochados sueños imperiales. Fidel Castro fue arrastrado por los suelos por Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, al frente de soldados, marinos y aviadores comprometidos en cuerpo y alma con la república. Por ellos, la patria no se humillaría ante un invasor extranjero. Mucho menos si procedente de una república tiránica y empobrecida, consumida en el fuego devastador de la fiebre castrocomunista. Rómulo Betancourt derrotó a Fidel Castro en el terreno político, en el terreno militar y en el terreno diplomático. El odio contra Venezuela adquiriría en él dimensiones homéricas.
Sin disparar un solo tiro ni poner un solo soldado cubano en suelo venezolano, cuatro décadas después Fidel Castro vería satisfechas sus ansias de posesión y cumplidos sus deseos de humillar, devastar y saquear a nuestra patria como si fuera territorio vencido. Y poner de rodillas a sus soldados, líderes y dirigentes, hombres y mujeres como si hubiera sido una tierra arrasada en el campo de batalla por un feroz ejército invasor. Se la entregó en bandeja de plata un militar golpista y traidor: Hugo Chávez.
Escribí según el relato de uno de esos guerrilleros derrotados en el campo de batalla –el comandante Héctor Pérez Marcano– los hechos de la segunda parte de esa invasión, la de Machurucuto –La invasión de Cuba a Venezuela– dando suficientes elementos de juicio para intentar comprender los hechos y sus consecuencias, las causas, motivaciones y su desenlace. Al hacerlo, quise comprender las razones que habían llevado a un hombre vulgar, sin mayores atributos y sin valores excepcionales, mediocre y sin genialidad estratégica alguna, así como, desde luego, sin los menores escrúpulos ni patriotismo de ninguna naturaleza a quebrarle el espinazo al Estado venezolano, a poner de rodillas a sus fuerzas armadas, a engañar y seducir a su pueblo a extremos verdaderamente insoportables, a castrar todo ímpetu liberador de su clase política y a rendirse en todos los planos con alma, corazón y vida al tirano cubano. Al extremo de que Venezuela dejó de ser la república que fuera para convertirse en una vergonzosa satrapía, sin voluntad ni destino.
Desde luego, un accidente histórico tan monstruoso y de tamaña envergadura, sucedido a vista y paciencia de todos los poderes fácticos venezolanos y latinoamericanos, en la apatía y el absoluto silencio de la comunidad democrática internacional, no tiene otra explicación que la insólita pérdida de identidad de una nación desorientada y a la deriva, la grave crisis de todo orden que sacude a Occidente, la pérdida de solidaridad ante el sufrimiento de un pueblo sometido a la humillación, la persecución y el escarnio y el descarado oportunismo que acosa a las principales potencias y a la comunidad histórica de América Latina. Asistir al hundimiento de la democracia venezolana, a la profunda corrupción de sus élites, al extravío moral de sus hombres y mujeres, a la incuria de sus autoridades y la perversión de sus ejércitos, aprovechando de paso para extraer beneficio de tan insólita tragedia, da cuenta de que la tragedia venezolana no sucede por azar ni será superada con un simple acto electoral.
Machurucuto, la ofensa a la dignidad nacional que hoy recordamos, abrió las puertas a una catástrofe. Estamos muy lejos de haberla superado. Dios nos ayude a lograrlo.
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